Miel de lavanda7 minutos de tu tiempo
Cuando escucharon el zumbido, ya era demasiado tarde.
Sam se había despertado con la desazón de todas las mañanas, en forma de nudo. Un nudo que le nacía en la garganta y que intentaba siempre deshacer frotándose la cara, agitando la cabeza y sacudiendo el abdomen. Lo intentaba siempre con la misma esperanza y desistía también con la misma decepción.
Aquella mañana volvió a suspirar, volvió a pensar: «Soy obrera, nací para esto», y aquella mentira, tan familiar, volvió a dolerle como cada día.
Miró hacia el horizonte, apretando las mandíbulas y negando con la cabeza mientras agitaba las alas. Entonces voló.
La brisa en las antenas solía diluir el nudo, que se arrastraba poco a poco atravesándole el tórax y el abdomen hasta alojarse en el aguijón. Ahí es donde se tornaba ira.
Volvió la cabeza hacia la colonia, cada vez más diminuta, deseando que desapareciera para siempre, con su «celda», con sus compañeras, con los zánganos, con la Reina. Sobre todo con la Reina. Aceleró hasta que le dolieron las alas, con la ira como combustible y sus anhelos en algún lugar del horizonte, fuera de su alcance.
Muchas de sus compañeras ya flotaban entre la explosión de colores del campo, unas buscando objetivo, otras libando, el resto cruzándose con Sam de vuelta, cargadas de polen en las patas traseras.
Sam voló hacia una flor anaranjada que flotaba en un océano de lavanda, como ella, diferente, sola, intentando no ahogarse. De camino, devolvió cada saludo a sus compañeras. Sí, odiaba la colmena, pero ellas no tenían la culpa. Ni siquiera la Reina tenía la culpa. Nadie en la colmena era libre, y Sam tenía la certeza de que era la única que se lo cuestionaba. Sus compañeras solían reírse de ella y siempre acababan canturreando:
—Sam quiere ser reina. Sam quiere ser reina. Pobre Sam, que nació obrera. ¡Ay, ay, ay! ¡Sam, Sam, Sam, la Reina Sam!
Las mofas dolían, por supuesto, aunque Sam nunca lo admitiera. Pero lo que más dolía era sentirse incomprendida, sola, como aquella flor naranja en la que acababa de posarse.
Cerró los ojos mientras paladeaba aroma a néctar, acariciando los estambres con las antenas, dejándose abrazar por el calor de sus pétalos alargados. Ese era su momento favorito del día. Miró en derredor, observando a sus compañeras yendo y viniendo, preguntándose por qué había sentido la llamada de esa flor y no de cualquiera de las otras.
Fue entonces cuando escuchó el zumbido.
No era el zumbido de sus compañeras, monótono, familiar. Este era salvaje. Las vio girarse y señalar hacia la colmena. Sam también se giró y tuvo que frotarse los ojos con las patas y las antenas, incrédula. Pero nada cambió. Bueno, sí: la nube negra que volaba desde su colmena estaba creciendo, mucho, cada vez más, mientras el zumbido se volvía ensordecedor.
Tres lavandas por delante de ella, su amiga Laia temblaba. Y, cuando Laia temblaba, significaba peligro. Siempre.
Su grito llegó como una granizada repentina.
—¡Avispones!
Fue solo una palabra que se perdió entre el rugido de las alas invasoras y los alaridos de pánico y dolor de sus compañeras. Sam, petrificada, vio a Laia alzar el vuelo y girarse hacia ella para huir del enjambre. Tarde. Demasiado tarde. Sus miradas se cruzaron en el instante en que un aguijón le atravesaba el abdomen. Un instante que se volvió infinito, en el que Sam no supo qué hacer. Quiso gritar, llorar, ayudar. Necesitó matar. Pero no hizo nada de eso. Solo pudo pensar que Laia había despegado aferrándose al polen que había recolectado. «¿Por qué, Laia, por qué?», pensó, y ese pensamiento la desgarró por dentro.
Laia todavía sujetaba el polen con las patas traseras cuando el avispón le arrancó la cabeza de un mordisco, y fue el polen lo primero que tocó el suelo cuando su cuerpo inerte cayó.
Cuando el avispón se precipitó hacia Sam, aún tenía restos de su amiga en la mandíbula. También creyó ver diminutos trozos de larva, trozos de sus futuras hermanas que, como ella, no podrían elegir su destino. Peor. Ya no llegarían ni a ser obreras. No construirían su primera celda. No sentirían la brisa en las antenas en su primer vuelo. No podrían cerrar los ojos, respirar néctar y acariciar estambres cada mañana.
Aunque Sam no veía nada más allá de los avispones exterminando a su familia, sabía que su colmena ya no existía y que su Reina estaba muerta. No sabía cómo, pero lo sabía.
Lo que no sabía era que ese ataque no había sido el único. Los avispones golpearon a la vez en todo el mundo, con el único objetivo de borrarlas para siempre.
Tenía que escapar, pero se recordó deseando cada mañana que desapareciera su colmena, y el peso de su deseo concedido la encadenó al naranja de la flor. Sintió que se merecía aquel aguijón manchado de Laia que venía hacia ella.
Laia. Pobre Laia.
La sed de venganza fue la que le batió las alas justo a tiempo para que el avispón fallara. Aun así, le rozó el tórax, abriéndoselo y cercenándole dos patas izquierdas. Sam aulló, pero voló, y lo hizo siendo la última abeja viva. Voló por encima del avispón, que se clavó en la flor naranja, y se lanzó con toda su rabia concentrada en el aguijón. No le importó que estuviera a punto de morir. Solo pudo pensar en Laia cuando le atravesó la espalda a su asesino.
Aquella tarde de verano, los humanos charlaban, reían, lloraban, dormían, comían, follaban, trabajaban, todo ajenos a esa primera ficha de dominó, cayendo con los últimos latidos de la última abeja. Días después entenderían hasta qué punto los avispones habían aniquilado todo.
Pero todavía no. Por eso seguían con sus vidas, mientras Sam dejaba atrás su aguijón con todo su veneno y parte de sus vísceras, sin poder evitar sonreír. Inspiró hondo una última vez y sonrió.
Ya no había nudo.
¡Me encantó!
¡Millones de gracias, tío! Qué ilusión que te gustara. 🙂
Gracias por este intenso relato
Buenísimo. Top, top, top.
Que un genio de la escritura como tú lo considere top me da alas. ¡Gracias por tus palabras, Fran! =)
Brutal, León. Me ha impactado la historia y he disfrutado muchísimo con la lectura, ¡escribes taaaan bien!
He podido sentir el malestar, el dolor, la culpa y la rabia de esa abeja; también el terror y la injusticia de un mundo humano ajeno a la desgracia de esos insectos…
Una maravilla de narración y un gustazo leer algo tan bien escrito, de verdad.
Me gustó amigo, pero me sorprendió el tema que elegiste, me parece muy bien que sigas escribiendo porque se que eso te hace muy feliz.
Saludos.
¡Gracias por tus palabras, siempre, amigo! =)
Muy bueno, original y filoso. Me encantó!
Gracias infinitas, Rosana. Qué ilusión que lo leyeras y que te gustara. 🙂
León Garzón. Escribes muy bien y muy original personificando a las abejas, insectos maravillosos que nos regalan la rica miel, que consumo a diario. te he escrito pero no se si habré llegado hasta ti. Te llamas León Garzón, el nombre de un hermano mio que ha muerto recientemente. Eres o vives en Asturias, dónde mi hermano vivió, trabajo y murió. Quizá eres hijo de Francisco Javier porque si lo fueras de las hijas,no llevarías el apellido. Quizá no eres hijo de la esposa de Francisco Javier. Aclárame esto. quiero saber si soy una familiar tuya. He leído el fragmento que viene en el ordenador de las abejas y me gusta. Un gran abrazo, Matilde Garzón Ruipérez
Una fábula que muta en thriller para otro gran relato del genial León Garzón. ¡Excelente!
Nunca dejes de escribir, nunca dejes de escribir historias!