Inocencia6 minutos de tu tiempo
Padre cabecea en el sillón de la esquina. Es mi favorito y él lo sabe; por eso lo subió del salón a mi dormitorio y lo puso en esa esquina, mirando hacia mi cama. El tapizado parece de jirones de faldas escocesas, con cuadros rojos, amarillos, negros, alguno verde oscuro. Siempre me recuerda que esos patrones de cuadros de las faldas escocesas se llaman «tartán». Me saca una sonrisa cada vez que lo dice, y él también sonríe al decirlo, pero suele ser solo un instante, como un espejismo de antes.
Hace meses, cuando todavía estaba abajo en el salón, el tartán me abrazaba durante horas, mientras hojeaba mis cómics en bucle infinito hasta que el hambre o el sueño o las ganas de llorar me vencían. Dentro de las viñetas, la casa se llenaba de héroes y villanos, de onomatopeyas y bocadillos de letras. Fuera de ellas, Padre no estaba. Nunca estaba.
Madre tampoco estaba, pero eso no es culpa de Padre, lo sé de sobra; ahora que lo pienso, no sé si él sabe que lo sé. Debería decírselo. Tampoco es su culpa que el pobre tuviera que trabajar por la tarde en los astilleros y por la noche en la fábrica de papel. Cada mañana, cuando llegaba oliendo a sudor y a huevo podrido, le echaba la culpa a las facturas y escupía varias palabrotas hasta quedarse dormido en el tartán del sillón. Luego, despertaba sobresaltado, negaba con la cabeza y se iba al bar, como si estar en casa fuera una tortura medieval. Yo lo observaba salir, queriendo ayudarle sin saber muy bien cómo. Con el eco del portazo, me acurrucaba en el sillón, dejándome envolver por su olor rancio, y abría uno de mis cómics, cada vez más arrugados y desgastados. Muchas veces no iba a clase. Para qué, ¿para terminar pagando facturas? Menudo rollo.
Todo eso era antes.
Ahora, tengo comics nuevos que traen los vecinos cada semana, y ya no huele a sudor ni a huevo podrido ni a cerveza barata en el sillón. Hace unos meses, Padre dejó el trabajo en los astilleros y solo va a la fábrica de papel, que paga menos pero es de noche. De noche duermes, repite, de noche puedo. Lo repite como para convencerse.
Desde hace unos meses, Padre siempre cabecea a esta hora de la tarde. Cabecea porque está agotado y porque se siente demasiado culpable como para salir de mi habitación, desandar los once pasos que separan nuestras puertas y dejarse engullir por su cama, así, sin masticar ni nada, como las anacondas que salen a veces por la tele. Él dice que no, que qué va, que no se duerme, que no tiene ni gota de sueño, y yo sonrío y le miento otra vez, le digo que claro que no, y le sigo contando lo que hizo Spider-man en sus últimas viñetas. Él lo intenta, pero no puede evitarlo, y su cabeza acaba balanceándose como mi superhéroe favorito entre los rascacielos de Nueva York. Cuando despierta, en vez de irse al bar, me escucha leer en voz alta, pero lo hace como ausente, como si no me viera, mordiéndose el labio inferior y rascando el tartán del brazo izquierdo del sillón, que ya tiene un agujero bastante grande.
Ahora que cabecea, yo me relajo. Lo observo desde la cama y siento que todo irá bien mientras esté ahí en el sillón. Si me fijo, puedo verle respirar. Si me fijo más, puedo ver cómo le palpita la vena del cuello. Hasta puedo escucharla si me concentro mucho, pum-pum, pum-pum. Si me fijo mucho más, puedo verle fibras del tartán bajo la uña, y puedo oír desde dentro del agujero del sillón miles de culos escoceses gritando: «¡Libertad!».
Justo eso mismo fue lo que grité el día del accidente. No sé porqué. Grité: «¡Libertad!» y pedaleé con todas mis fuerzas cuesta abajo cuando vi el Renault 19 de tercera mano acercándose. Mi plan era asustar un poco a Padre. Con suerte, podría conseguir que cambiara el bar por pasar más tiempo conmigo.
Pero, claro, calculé mal. Muy muy mal. En vez de pasar por delante del Renault 19 de Padre, lo golpeé en el lateral y salí volando por encima del capó. Lo último que recuerdo es el muro de pizarra de los vecinos, negro, abalanzándose sobre mí.
Cuando desperté en mi cama, el sillón me miraba y, sobre el tartán, Padre cabeceaba. Vi la hora y quise levantarme para ir a despertarlo, que llegaba tarde a los astilleros, pero no pude. Aparté las sábanas, me miré los pies, intenté moverlos. Nada.
Padre se despertó cuando empecé a llorar. Se levantó y me abrazó. No olía a cerveza, solo a sudor y a huevo podrido. Él también lloró y me pidió perdón, perdón muchas veces, y me apretó fuerte y me raspó las mejillas con su barba. Yo me pellizqué las piernas y me las golpeé, pero nada.
Padre me lo intentó explicar y yo no paré de llorar.
Eso fue hace meses.
Ahora, Padre cabecea, y yo lo observo. Me aseguro de que duerme antes de apartar mi sábana de superhéroes. Me hormiguean los muslos mientras muevo los dedos de los pies y flexiono las piernas. Me las pellizco y el dolor me saca una sonrisa.
Padre se remueve en el sillón y yo me vuelvo a tapar con la sábana, me concentro, intento no mover las piernas. Sigue durmiendo, menos mal.
Pienso que se lo debo decir ya, lo de las piernas y lo de Madre. Decirle que no es su culpa, que todo está bien, que ya pasó.
Pero me aterra decírselo.
Se despierta, me mira, se levanta, me besa la frente, me ahueca las almohadas. Se vuelve a sentar en el tartán, me pide que le lea el último de Thor que trajeron los vecinos.
Sonrío.
Bueno, mejor se lo digo mañana. Por un día más…
Sí, ya si eso mañana.
Hace que te sientas identificada/o con cada palabra. Fuerte y atrayente.
Wow, no me esperaba ese fin, espectacular ????????????????
Los signos de pregunta deberían ser aplausos
6 intensos minutos.
No tanta inocencia…
Promete.????