El bicho6 minutos de tu tiempo
El bicho viaja en las manos.
Dice la tele que también en la saliva. Y Covadonga me aseguró que puede entrarte por los ojos, que se lo dijo su hija pequeña, la que trabaja en el hospital.
Eso fue la semana pasada.
El mes pasado estaba convencida de que el calor lo mataba y el anterior que si tenías mocos era buena señal.
—¿Tienes mocos? Qué suerte. Mi hija perdió el gusto y el olfato. Si tienes mocos estás a salvo.
Hasta eso hemos llegado.
Cada día baja desde su casa y se apoya en el muro que rodea mi huerto, una mano en el bastón, la otra sobre la piedra. Antes entraba, se sentaba en el banco, a la sombra del manzano, y recitaba su monólogo mientras yo araba, sembraba o arrancaba malas hierbas. De vez en cuando le rascaba detrás de la oreja caída a Trasgu, nunca en silencio, compitiendo con las gallinas.
No pedía permiso. Solo entraba, se sentaba y hablaba. En el pueblo no hay puertas. Bueno, sí que las hay, pero nunca están cerradas. Estaban.
Nos conocemos todos. Dos docenas de casas, algunas vivas, otras muertas, flotando en el océano verde del valle, a la deriva. Nuestra deriva. Los problemas del mundo eran del mundo. Hambre, guerras, contaminación. Nada de eso entraba en nuestra burbuja. Siempre tranquilos.
Casi siempre.
En verano viene la plaga. Las casas vacías explotan con brillo de pantallas, uñas limpias y ropa de marca.
Parásitos.
Extraterrestres que nos estudian a través del objetivo de su cámara. Guau, cómo mola el hórreo. Mira qué huerto más chulo. Hala, esos gatos están follando. Foto, foto, foto.
¿Para qué tantas?
Covadonga es nuestra espía. Observa, investiga, interroga. Luego hace su ronda y nos informa a los demás.
Hacía.
A Trasgu y a mí nos dedicaba el informativo matinal, antes de ir a cacarear con Lourdes y Nora en el banco de la iglesia. Hacían un descanso para saludar a sus maridos en el cementerio, luego comían junto a la cocina de leña que tocara y volvían al banco de la iglesia.
Ahí es cuando me unía yo, con arrugas de sudor bajo el mono azul, uñas negras y botas desabrochadas.
Desde allí las escuchaba interrumpirse mientras el valle repetía las últimas sílabas, como los loros en los cuentos de piratas que me leía mi madre.
Mira el valle, mamá, nuestro valle. ¿Ves, mamá? Lo cuidamos como te prometí.
Ahora todo parece igual pero nada lo es. Mis uñas siguen sucias pero ahora pueden matar. No me refiero a las gallinas para el caldo, me refiero a personas. Pero yo las veo iguales. Igual de rotas, igual de negras. ¿Qué ha cambiado?
Todo.
Ahora Covadonga ya no entra sin llamar, ya no le rasca la oreja caída a Trasgu, ya no cotillea en el gallinero de la iglesia. Ahora se apoya en el muro de mi huerto, parapetada, lejos de mis uñas de tierra, de mi saliva mezclada con sudor. Desde allí me recita el informativo matinal mientras la mascarilla, hambrienta, se come palabras. Y yo juego a descifrar lo que dice.
Después de varios «¿Eh?» se desespera y se aleja hacia la iglesia, hacia el cementerio, enfurruñada, sola.
Cuando vuelve a casa pasa de largo resoplando tras la mascarilla. Trasgu levanta la cabeza, la observa cojear hasta que desaparece y luego vuelve a apoyar el morro sobre las patas delanteras, entrelazadas. Me mira de soslayo y quiero rascarle la oreja pero me paran mis uñas.
Arrugo la mirada. Yo las veo como siempre. Sucias, rotas. No veo bicho. Pero la hija pequeña de Covadonga dice que está aunque no se vea.
Así que ya nadie le rasca la oreja caída a Trasgu y él gruñe y ahoga quejidos.
Esto fue la semana pasada, cuando el bicho podía entrarte por los ojos.
Anteayer Covadonga vino con malas noticias. Malas, no. Horribles.
—Lo han traído. —Negó con la cabeza mientras yo intentaba imaginar qué mueca escondía la mascarilla azul—. No respetan nada.
Había gente en la casa de José Luis, que en paz descanse. No era verano. Tampoco podían salir de la ciudad. Eso decía la tele. Pero todo les dio igual. Llegaron en su coche nuevo, con las uñas brillantes bailando sobre sus teléfonos móviles. Foto, foto, foto.
Llenos de bicho.
No lo podíamos ver, pero lo sabíamos, como hay Dios, cielo y averno.
—Voy a avisar a los demás. Tenemos que echarles.
Sí, Covadonga. Tenemos. Pero ¿cómo?
Aquella tarde, observando el valle, le pedí ayuda a mi madre. Mamá, el valle está en peligro. ¿Qué podemos hacer, mamá?
Nada. ¿Nada?
Hoy Covadonga luce sonrisa bajo la mascarilla. No la veo, pero lo sé.
—No está el coche, ¡se han ido!
Sonrío también. Se han ido, mamá. Ya no nos pueden hacer daño. El valle está a salvo. Lo hemos…
—¡Trasgu, quieto! ¡Trasgu! —El grito de Covadonga atraviesa la mascarilla—. ¡Que te destroza los geranios!
Corro blandiendo el azadón mientras él araña y muerde la tierra. Cuando estoy a un par de metros huye a su caseta, el rabo entre las piernas.
—¡Qué perro malo! —Covadonga entrecierra los ojos tras el muro de piedra—. ¡Qué desastre! Te ha arrancado las raíces, vas a tener que replantarlos.
Voy a tener que hacer mucho más, Covadonga. Pero no me escucha. O puede que no lo haya dicho en voz alta, quién sabe. Cuando me giro ya no está. Tiene una misión que cumplir.
Yo también.
Miro a Trasgu, que me observa desde su caseta con el hocico sobre las patas. Vuelvo a mirar las raíces de los geranios, raíces que son dedos petrificados, dedos de una mano que lucha por salir a la superficie. Dedos con uñas de manicura, brillantes de baba, ausentes de teléfono móvil.
Por qué, Trasgu, por qué.
Aprieto el mango del azadón y camino hacia la caseta con tierra en las lágrimas. Tengo que proteger el valle. No tengo elección.
El bicho viaja en las manos. También en la saliva.