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Almas viejas6 minutos de tu tiempo

por | Nov 19, 2022 | Relatos | 1 Comentario

A veces la veo en mis pesadillas.

La veo desnuda, marchita, desdentada, buscándome los ojos insistente. Las tetas le cuelgan como preservativos usados, igual de translúcidos, y tiemblan con las arrugas que le tatúan el cuerpo.

Extiende las manos y dice: «Ven», pero solo puedo pensar en los colgajos de piel que tiene por brazos y en los dientes que desertaron de su sonrisa. Qué asco, joder.

Cuando la miro a los ojos, me abofetea la duda: ¿por qué sonríe?

Luego, siempre despierto con una sensación extraña, como de volver a nacer.

Sigo viendo su silueta unos minutos mientras me froto los párpados hasta que suena mi despertador intracraneal. Niego con la cabeza, suspiro, apago la alarma con el patrón de golpecitos con las yemas de los dedos, justo encima de la oreja derecha. Tap, tap-tap, tap, tap-tap-tap.

La puerta de mi cápsula de descanso se abre y las luces de la habitación amanecen, de oscuridad total a tonos ocres cada vez más brillantes. Los pájaros cantan y pienso por enésima vez que tengo que cambiar el sonido de ambiente matutino; los malditos pajarracos me ponen de los nervios.

Camino hasta el baño y la pantalla reflectante sobre el lavabo muestra mi cuerpo desnudo, con datos históricos de ritmo cardíaco, niveles de oxígeno y calidad de sueño. Muestra también un recuento de lunares, de manchas, y dice que ya toca recortarme las uñas de las manos; han superado la longitud máxima que definí en el sistema. Las de los pies todavía están dentro del umbral, pero, por su velocidad media de crecimiento, ya me ha pedido cita con el podólogo para dentro de once días, en un local a diez minutos de mi oficina.

Suspiro aliviada al verme las tetas, perfectas, en su sitio, tan turgentes como siempre. «Chúpate esa, gravedad», pienso. Sonrío.

Me meto en la ducha y dejo que los brazos robóticos me enjabonen, me exfolien y me aclaren. Luego me visten con las sugerencias del sistema tras analizar mis ondas cerebrales, las expresiones de mi rostro y mis secreciones hormonales.

Me observo en la pantalla reflectante, que ahora muestra mi lista de tareas pendientes, el clima y la hora estimada de llegada a la oficina.

Zoom. —En cuanto lo digo, la pantalla amplía mi cara y recorre mi piel. Busco arrugas, manchas, patas de gallo. No las encuentro.

Pienso: «Felices 737 años».

De la que camino hacia la puerta se reproduce mi lista de canciones favoritas en mi implante auditivo. Escucho a Aretha en mi cabeza, inmortal, envolvente. Me canta solo a mí, me deletrea Respect y yo deletreo con ella. Bailo mientras espero a que se abra la puerta de casa y, cuando abre, me meto en el ascensor unipersonal cerrando los ojos, intentando no pensar en que es igual que un ataúd. No lo consigo. Solo tres segundos después salgo en el andén 111 del vacío-tren, en el subsuelo nueve. Entro al vagón con los desconocidos de siempre para recorrer los casi trescientos kilómetros hasta mi oficina, junto al Ministerio de longevidad. Durante los catorce segundos del trayecto les busco signos de vejez en ojeras, arrugas, canas. No puedo evitarlo, deformación profesional.

El vacío-tren se detiene cuando escucho en mi implante auditivo: «Su parada: Eternity Corps». Me bajo y otro ataúd me traslada al vestíbulo, donde la oficina está vestida de gala: hoy celebramos ochocientos años del descubrimiento del Santo Grial.

Se lo debemos todo a mi abuelo, que dedicó su vida a intentar salvar a su hija. Por el camino, erradicó las enfermedades degenerativas, incluyendo el origen de todas: la vejez.

Por supuesto, el Santo Grial fue todo un éxito, no exento de polémica; como todas las revoluciones, claro. Las calles se abarrotaron de personas defendiendo los derechos geriátricos, la muerte natural y la vida efímera.

Hipócritas.

Me encanta ver fotos antiguas de las protestas, llenas de viejos decrépitos que ya habían pasado el punto de no retorno: el Santo Grial no funciona en mayores de 33. Los mustios, así los llamábamos. Dejaron de dar problemas cuando se extinguieron.

Mi madre está en su despacho pero sale a mi encuentro y me da uno de sus abrazos. No podría describirlos como «cariñosos», son más bien «correctos».

—Feliz cumpleaños, pequeña —recita, autómata, mientras me analiza meticulosa. Lo de «pequeña» suena a chiste cuando nos ven juntas; cosas de la inmortalidad—. ¿Qué tienes pensado para…? —Algo capta su atención—. Tienes una cana.

Me lo dice con hedor a reproche en el aliento. Y me fustigo, cómo no voy a fustigarme. La heredera de la empresa más prestigiosa del planeta, caminando por ahí con una cana. Qué vergüenza. Me la arranca con desdén y me la entrega como quien sujeta una rata muerta.

Sé lo que me toca. Quiero despedirme con un beso y un abrazo de los de verdad, pero no lo hago.

Mientras voy al laboratorio para mi rejuvenecimiento, pienso en lo sacrificada que es la belleza eterna. También pienso que merece la pena y, entonces, camino más rápido.

Hoy está el doctor Yagami. Le enseño la cana y él asiente. Mientras prepara el Santo Grial, me tumbo en la camilla, que me sujeta y amordaza. No es que duela el rejuvenecimiento, pero los amarres son indispensables. Para después.

Del suelo se eleva otra camilla idéntica a la mía, con un maniquí inerte.

El doctor me mira y yo sonrío. O al menos lo intento. Entonces hace un gesto en el aire y noto un único pinchazo y una orquesta de fluidos y mecanismos. Cuando miro hacia la otra camilla, pocos segundos después, me veo a mí misma donde antes estaba el maniquí. Soy yo, pero más joven, con mi pelo sin canas, mi piel más tersa y mis tetas más firmes.

Me miro y sé que soy lo último que voy a ver. No sé por qué pienso en la vieja decrépita de mis pesadillas y en su estúpida sonrisa.

Morir para vivir.

Dudo.

Tarde.